Cuando uno ha programado una subida a la Torre Llambrión, cuesta renunciar. Uno ya se ha mentalizado y es como si las piernas y el corazón no pudieran quedarse quietos. Con la mente ensombrecida, fuimos hasta Riaño para encontrarnos con Álvaro, que delante de una humeante taza de café nos mostró por el ventanal de la cafetería, como una alternativa consoladora, la airosa silueta del Gilbo.
Para el montañero que haya estado en Riaño, el Gilbo será o habrá sido ya una irresistible aspiración. Se eleva sobre el pantano mostrando al pueblo su perfil piramidal. “¿Eso vamos a subir?”, le pregunté a Álvaro entre asombrado y receloso. “Pues sí.” “Pero ¿se puede?” Y esto lo pensé porque hacía ya más de treinta años que no cogía una cuerda.
Desde el pueblecito de Horcadas, el Gilbo parece una ancha y elevada muralla. Una vez que uno asciende por los prados hasta situarse al pie de la roca, se separan dos posibles accesos: el de la izquierda es el fácil, pues consiste en un camino muy empinado y fragoso que conduce directamente a la cresta. Pero el nuestro iba a ser el de la derecha, una afilada arista que emerge de las aguas del pantano como la espalda de un cíclope con inclinación creciente hasta volverse casi vertical.
La trepada es preciosa, y no solo por lo abierto y airoso de la cresta. La idea de que después de tantos años estaba metiendo de nuevo las uñas entre las grietas me parecía un sueño. Y sobre todo, a muy pocos padres la vida les ofrece el impagable regalo de hacer cordada con su propio hijo. Claro que todo esto solo fue posible porque Álvaro nos conducía con tanta seguridad, y su compañía era tan amena, que no solo se esfumó desde el inicio la sensación de peligro, sino que pudimos disfrutar de toda la bravía belleza de esta ascensión.
El descenso lo hicimos por una cresta corta, de suave inclinación, aunque estrecha y aérea como el adarve de una muralla que se desmorona, hasta la hendidura que da paso al camino de descenso, empinado y pedregoso, que nos devolvió a la pradera de la que arrancamos.
Al día siguiente, Álvaro nos llevó al monte Valdorria. Este se encuentra en las profundidades más remotas de una sierra fragosa y áspera a la que se llega dejando atrás Boñar, en un rincón de salvaje belleza. La subida es empinada, pero segura y cómoda, en la que se van descubriendo paisajes inolvidables, como las sierras que por el norte se suceden unas a otras hasta el corazón de Asturias, y por el sur la ciudad de León al final de los valles del Torío y el Bernesga. En suma, dos días inolvidables.
Mi hijo y yo queremos agradecer desde esta página a Alberto Alonso, de “Deportes Alonso”, el que nos diera la oportunidad material de realizar estas dos ascensiones; fue el resultado de un sorteo entre clientes, y le aseguramos que acertó con el premio. Y queremos decirle a Álvaro que agradecemos no solo su insuperable calidad de guía y de profesional del deporte de montaña, sino, sobre todo, su enorme humanidad, su trato tan paciente y atento, tan cordial como el de un amigo de toda la vida. Y además, no sé si llegó a adivinarlo; pero yo le aseguro que no hay nada más hermoso que un padre y un hijo formen, al menos por una vez en la vida, cordada.
Arturo García
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